El vértigo, esa costumbre

Habla mi papá

“Mi infancia fue tremendamente solitaria. Imagináte que Antonio, que es el mayor de mis hermanos, me lleva 12 años, y mi hermana Susana me lleva 10. Era una mufa espantosa, me opiaba en grande. Un día me aburrí de estar solo y pedí que me pusieran pupilo. Oí bien: pedí que me pusieran pupilo, mirá que extravagancia.

Caí al Marín. Entre 600 vagonetas era el único que había pedido ser pupilo. No lo podían creer. Cuando se enteraban se acercaban a mí, me ponían una mano en el hombro y me miraban fijo. Después preguntaban: ¿es cierto que vos pediste ser pupilo? Pasé a ser directamente el loco del Marín.

En ese tiempo empezó mi relación con el deporte. Mi larga, fiel, apasionada relación con el deporte. Y empezó en el agua, con los programas dominicales del Buenos Aires Rowing Club. ¡Ah!, el Buenos Aires Rowing Club: el reflejo del sol en el río, los botes con olor a madera, los sobreritos blancos. Yo trataba de emular a papá, que era un gran remero. Pero un gran, gran remero. Y al mismo tiempo un remero tranquilo, sabés, porque a él le reventaba todo lo que fuera competencia. Siempre decía que era absolutamente ridículo romperse el cuore ganando regatas. La misma actitud tenía con los coches. Porque también fue un gran volante, pero cuando la cosa se puso profesional, largó. Para él todo eso era un juego, una diversión, algo para compartir con los amigos, no para probarle nada a nadie.

Yo soy el polo opuesto: competitivo a muerte. Qué otro remedio me quedaba, si hasta los 16 años pesé 48 kilos. Era un alfeñique, un falopa total. Para colmo medio asmático; jugaba un partido de paleta en el Marín y terminaba con los bronquios que te la voglio dire. La lengua me arrastraba por el piso. Y en rugby imagináte: como tres cuartos me podía defender pero, cada vez que me hacían un tackle, me araban de una forma espantosa. Cuando me harté de que me rompieran el alma, largué.

Cuando empecé a remar era penoso. Me colgaba del remo y el remo me llevaba a mí. Andaba con el Asmopul a cuestas; linda imagen para un deportista. Pero qué querés, soy un gallego bruto, y ahí empecé a luchar y dale gimnasia y dale pesas y dale trote, hasta reventar. Logré desarrollarme bastante, e incluso llegué a ganar unas cuantas regatas internacionales como timonel.

Golf hice poco, y mal. La pelota es una cosa que no va conmigo. No va y no va. Yo veo una pelota y le veo la cara de un tipo que me saca la lengua. Y pensar que es el único deporte en el que nadie te apura. La pelota está quieta, te dan a elegir el palo, tenés un tipo que te lleva la bolsa, te ponés como te da la gana. Y después vas y le pegás al pasto. O le pegás al caddie…

Yo en cambio hago bien todo lo que sea deslizarse: navego bien, remo bien, bailo bien. Nunca me había puesto a pensarlo,  pero ahora me doy cuenta de que hay deportistas que tienen sentido de la pelota y hay deportistas que tienen sentido del propio cuerpo. Sin lugar a dudas soy de estos últimos.  Yo por ejemplo me subo a un bote y el bote ni se mueve, soy como un gato.

Con los autos lo mismo. Cuando vas al límite, hay una cosa medio animal que te dice cuando tenés que levantar la pata cuando se te viene la curva encima y sin embargo vos tenés que dejar la pata ahí y aguantártela hasta que ¡trac!, metés los cambios justo a la distancia. Es el animal que te funciona adentro, la computadora, el gato. ¿Viste la foto que salgo del coche prendido fuego? Bueno, ahí me di cuenta de que somos una computadora. Mirá, desde el momento en que me doy cuenta del fuego hasta que me decido saltar, habrán pasado dos segundos y medio. Y en esos dos segundos y medio pensé en la gente, pensé en Forest Green en el autódromo, pensé “sí, pero él no salió porque se le cayó el auto encima”, pensé en cambio, Froilán en Montecarlo se refregó contra la pared cuando saltó del coche; y pensé en el público, pensé en el tipo al que se le fue el coche y mató como a cuatro personas. Y también pensé en que el fuego empezó atrás, el caño de escape, seguro, la tapa de nafta mal cerrada, qué bárbaros los de Maserati, el año que viene me paso a otra fábrica; pensé pobre Bira que es amigo mío y me está viendo en este aprieto.

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Yo me divierto horrores con la vida, por qué no lo voy a reconocer. Y me gusta vivir muchas vidas. A veces me encuentro con viejos compañeros de remo, amigotes que quiero muchísimo -los adoro-, pero siguen igualitos, en su Buenos Aires Rowing Club, haciendo los mismos programas de siempre, el mismo vermouth a la misma hora, las mismas conversaciones, las mismas salidas. Y yo encuentro que la vida es cortita y que podés vivirla de tantas maneras.

Pero en fin, al principio, cuando se es muy joven, también es cierto que no das pie con bola en la intención esa de vivir muchas vidas. Es divertido, pero no das pie con bola. En realidad yo empecé a buscar esas formas diferentes de vida a instancias de mi padre. Yo me dedicaba full time al remo, lo más contento, y un día el viejo me dice simplemente: en casa, vagos, jamás: ¿no querés estudiar?, fantástico: empezá a trabajar mañana a las 6 y cuarto de la madrugada. El viejo era así, expeditivo. Trabajé un año y medio en una fábrica que él dirigía hasta que me aburrí y no fui más. Volví al remo y al entrenamiento, pero a papá no le convenció la cosa. Y otra vez; vagos en casa, no. Tac. Vía. No sabía qué hacer y me compré un camión. Ahí inicié lo que ahora llamo mi “período camión”, algo increíble.

Una vez cargué cemento a granel en Olavarría y, a mitad de camino para acá, plaf, un aguacero de la gran siete. El cemento se empapó y llegué a Buenos Aires con un solo bloque sólido de 20 toneladas. Otra vez llevaba un zoológico a Mendoza. Un zoológico. A las tres de la mañana iba a cargar nafta en Belle Ville, los animales tranquilos, todo tranquilo, todo fenómeno y por ahí se acerca el tipo de la manguera y ¡UAAA! el león le tira un zarpaso. Ni lo tocó, fue el susto, nada más, pero el tipo dale con que era una barbaridad y que no lo iba a permitir y que no sé cuanto, y terminamos todos en la comisaría. Un lío policial de la madonna y al final todos pidiéndole disculpas al tipo.

Otra vez me largué a la Patagonia a vender naranjas, 64,000 naranjas a granel en el camión. Todo fenómeno. Pero nosotros no sabíamos que debajo del paralelo 40 estaba prohibido vender naranjas, parece que traían moscas, qué se yo. Resultado: acabamos en cana Jorge Malbrán y yo. A la vuelta no sabíamos qué hacer con las naranjas. La mitad pudimos venderlas, y a la otra mitad las regalamos a los amigos y vecinos. Hubo un momento en San Isidro en que todo el mundo tenía jugo de naranja hasta en los floreros. Como ésta, mil.

No sé cuándo empezó mi pasión con los coches, pero te puedo decir que hace muchísimo tiempo. En realidad empecé de una manera poco elegante, afanándole los autos a mi cuñado Nicolás Dellepiane, que tenía unos autos bárbaros. Se los afanaba para andar en dos ruedas por Barrio Parque, cosas de chicos.

Después, con una plata que gané con un boliche de discos que había puesto, me compré mi primer auto en serio, que fue un MG. Todo el mundo tenía que tener un MG por aquella época. Con ese MG corrí mi primera carrera en San Justo en la que intervenía un profesional, Pascual Puoppolo. Tuve la desgracia de ganar. Si hubiera llegado cola, con un poquito de suerte, me hubiera salvado de todo este proceso del automovilismo.

Luego gané la carrera prelminar de sport en Rosario, lo que me permitió integrar el equipo argentino que fue ese año a Europa. Éramos Fangio, Froilán y yo. Ahí corrí tres carreras, nada más; fue más bien un aprendizaje, Pero me habían puesto el anzuelo en la boca. Me gustó el asunto, y vi que tenía posibilidades de vivir de eso.

El año siguiente me largué a Estados Unidos, donde gané en Bridge Hampton y Daytona, dos carreras difíciles. Y vuelvo a Europa a probar fortuna. Jean Behra se rompe la columna y queda un lugar libre en el equipo Gordini de Fórmula 2. Los de Gordini llamaron a 5 ó 6 de los pilotos que estábamos ahí pugnando por conseguir un trabajo, así que imagináte. Cuando fuimos a probar me tiré a la pileta: para mí esa carrera era vivir o morirme. Batí todos los récords del mundo de ese circuito y conseguí el contrato. Al domingo siguiente corrí en Burdeos y después en Albi, donde gané. Los de Gordini estaban enloquecidos conmigo. Y esa fue la pegada, porque te digo, lo difícil es que las fábricas te lleven el apunte. En otras palabras: lo difícil es llegar a subirte a un coche de esos. Después todo viene solo. Gordini, después Porsche, en fin, ya no tuve problemas para correr.

Corrí con gente increíble, como el príncipe Bira, ¿te acordás? Bira era un príncipe en serio, no uno berreta como muchos de ahora que se encajan el título porque les parece que queda bien. Era primo hermano del rey de Siam. Bira estaba casado con Chelida Howard, que era de acá de San Isidro.

Eran otras épocas, es cierto. Antes, el público mismo era distinto, te exigía cierta espectacularidad, y en esa espectacularidad quizá se reflejaba la vida personal de cada uno. Hoy esa espectacularidad no va más, es una incongruencia, porque se corre tan al límite que la menor macanita te cuesta la vida. Antes era tan diferente, qué se yo, el auto más cruzado o menos cruzado, viste esas cosas: ah, cómo maneja fulano, cómo la manotea, y qué muñeca y qué barbaro y cómo se arriesgó. Eso no-va-más. Ahora los corredores no son más unos bohemios medio loquitos, son unos ingenieros impresionantes que saben todo. Mirá Reutemann, un genio, y sabe todo; va y te corrige por ejemplo la comba del ángulo negativo de la rueda izquierda delantera. Y la corrige un grado. Ya es una sutileza que te paraliza. Andá a decirles que se metan cruzados y que la manoteen o qué sé yo. Te sacan corriendo. Son computadoras totales. Comen comidas con vitaminas especiales, ésta para tal cosa, ésta para lo de más allá. Y no te prueban una gota de alcohol. Y nosotros, ¡ay!, Dios mío, nosotros en Burdeos con siete whiskies encima trotando de noche por las cornisas. Y al día siguiente corríamos el Gran Premio. Divino…

Poco a poco fui dejando de correr. Ya me había entrado el entusiasmo por el yachting, que lo encuentro mucho más difícil y más apasionante, y el automovilismo pasó a un segundo plano. Gran parte tuvo que ver con que se me fueron matando todos los amigos. Primero se mató Harry Schell, al poco tiempo Felice Bonetto, el marqués de Portago, Ascari… Se empezaron a matar amigos que daba calambre. Prácticamente me quedé sin amigos. Y yo, ¿irme a Europa a correr como un profesional sin estar con los tipos que yo me divertía? Gracias. No vale la pena. Y además, es despiadado. Hay que estar adentro para saber cómo es la cosa, para conocer los resortecitos mínimos de la crueldad de las grandes fábricas. Porque cuando se juegan el prestigio, las grandes fábricas te tienen al trote. Y en esta profesión tenerte al trote significa tenerte al borde de la muerte. A lo mejor hiciste un récord fenomenal y vienen los tipos y te dicen “un pò adaggio a andato questa volta; debe andare un pò piu forte”. Y vos no sabés si meterte abajo del asfalto, o salir corriendo, o morfarte el auto, o morfártelos a los tipos. Es despiadado, sencillamente despiadado.

Hace dos veranos estaba sentado aquí con Joachim Bonnier, que era de mis tiempos. El tipo venía corriendo hacía 15 años y yo, acá mismo, le decía “Joachim, leave the young people come”, y él “no, que todavía me falta un cachito”, y estaba acá mismo sentado en ese sofá con su mujer monísima y un hijo macanudo y al mes va y se mata. ¿Cómo se puede llegar a timbear tanto?

Y yo no quiero, ves, yo no quiero morirme, quiero seguir, como cuando estás embalado bailando y no podés parar. ¿Nunca te hablé de esa pasión mía por bailar? Te lo digo sin modestia: yo bailo bien. Pero bien en serio. Incluso me animaría a confesar que creo que es lo único que hago realmente bien. Con decirte que soy el único argentino que ha desfilado en un Escola de Samba en los Carnavales de Río. Todos los años voy y me junto con los tipos de Mangueira; pero todos los años sin faltar ni uno, y me bajo de a dos kilos por noche. Bailando y sudando. Bailando y sudando. Y digo, caramba, ya cumplí los 50 y un día de estos me voy a quedar seco, pero sigo y sigo.

Total, prefiero morir bailando y no en un sanatorio lleno de tubitos por todos lados. Pero con los autos era otra cosa. Morir así, eso no. Por eso no me arrepiento de haber largado a tiempo. A mí me encanta vivir, me encanta estar acá, hablar, reírme, llevar a cabo proyectos. ¿No te conté que me voy a dar la vuelta al mundo en un barco de metal que me hice hacer en una fábrica de heladeras? El casco, claro. Cuando terminaron parecía un elefante en una caja de bombones, sensacional. ¿Qué te decía? Ah, que me encanta vivir. Sí, me encanta, y por eso ahora, cuando pienso en las cosas que he estado haciendo con los autos, me enfermo. No entiendo cómo pude haber estado timbeando tanto tiempo con este asunto de la vida. Porque realmente, Dios, eso era una timba de locos.”

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