El pájaro de las plumas de oro

La fiesta de Navidad era en un piso muy alto y el vértigo era un mal conocido para todos los presentes. La ciudad brillaba a nuestros pies. En un entonces no veía la hora de vivir en Nueva York, cualquier otro lugar me hubiera parecido mediocre. Y esa noche estaba donde siempre había querido estar.

Todos reíamos al unísono; un concierto de risas coordinadas con variaciones de tonos. Establecíamos contacto visual para transmitir seguridad, pero jamás por más de unos segundos, evitando así cualquier destello de intimidad. La fiesta era un escenario donde todos eran protagonistas y no había un solo espectador.

No saludé a nadie al irme. Donde crecí sería considerado mala educación, pero aquí a nadie le importa. Tenía un cigarrillo en el bolsillo del saco y lo prendí en el ascensor. Al salir del edificio le gruñí un “Feliz Navidad” al portero, al mismo tiempo que el humo salía por mis narinas. El hombre no pudo esconder su espanto, ni yo mi desdén.

Cuando di la vuelta a la esquina escuché gritos que venían del otro lado de la calle. Oye, tú, la del tapado de piel, decían. Crucé con confianza desmedida.

Toda la cuadra estaba perfectamente iluminada excepto el rincón de donde venía la voz. Caminé con la cabeza en alto y recordé que cuando era niña nunca dirigía la mirada a lo que tenía en frente. En cambio, dedicaba mi tiempo a descubrir mundos en el suelo y en el cielo. Mi carátula de torpe data de esa época.

Recuerdo que había historias de lucha, amor y engaños en los caminos de hormigas. Había enseñanzas en las nubes que contaban historias y luego se transformaban en otra cosa. Había bichos que se hacían bolita porque se sentían amenazados por las pinochas con las que esperaba ganarme algún deseo. Y también había hojas que se convertían en tierra con el paso del tiempo. Estaba rodeada de magia y yo también era magia.

Esa noche era Navidad y había cemento en el suelo y el cielo. Había muchas luces, y ventanas abiertas de las cuales emanaban restos de conversaciones —que a veces eran peleas—,  cigarrillos y basura. En el suelo había chicles, muchos.

Una vez leí que unos profesores de alguna universidad británica descubrieron que masticar chicle aumenta la concentración. Traté de imaginarme qué tipo de persona podía dedicarle tiempo a llevar a cabo una investigación científica, con todo lo que implica, de esa índole. ¿De dónde surgía su motivación? Pensar que tantos luchamos por encontrarla… Dedicamos horas hombre a estudiar los efectos de masticar chicle en las funciones cognitivas como si no hubiera preguntas más grandes sin responder.

Del otro lado de la calle me sentí desorientada. Busqué el rincón oscuro del cual creí que emanaba la voz que me llamaba, pero no había nada (ni nadie) ahí.

A tristeza é senhora, desde que o samba é samba é assim.

Escuchaba la dulce voz de Veloso de fondo. Suave, maternal.

Cantando eu mando a tristeza embora.

Empecé a cantar de la única forma que sé cantar: mal. Levanté mis brazos al cielo y di unos saltos de euforia. Duró unos pocos segundos, como casi siempre sucede. Todos los momentos de felicidad comparten, para mí, una misma característica. Saben contener todas las sensaciones en un mismo tiempo y espacio: un poco de nostalgia, un poco de expectación. Un poco de alegría y un poco de tristeza. Inocencia y picardía. Quizá la felicidad sea el único oxímoron que aceptamos sin vacilar.

Se terminó el disco de Veloso que llenaba a algún hogar de la cuadra de música y yo seguía buscando la voz que me llamaba. Siempre me encantó el ruido que hacen los vinilos cuando se terminan. Es una invitación a tomar consciencia del fin de las cosas, de que nada dura para siempre: ni la más elevada música, ni nosotros. Una pausa necesaria antes de recibir más información, que da valor a lo que se ve, escucha, siente. Sin detenimientos así terminaremos como aquellas moscas que, embriagadas por algún aroma, quedan atrapadas en su red.

— Chssst—, escucho casi al llegar a la esquina.

No podía verle la cara a quien me hablaba, pero veía la cola de un vestido de seda violeta que agarraba vuelo cuando caminaba. Su taco aguja no la detenía de dar pasos agigantados y apresurados. 

— Espera—, le dije. — Llevo una cuadra siguiéndote y no pienso hacerlo toda la noche. Es Navidad.

La mujer del vestido violeta se detuvo abruptamente y se dio vuelta. Tenía unos 60 años y era dueña de una belleza atemporal. Su mirada transmitía fuerza y sabiduría, y así reafirmó que hacía bien en seguirla.

— ¿Tienes algo mejor que hacer?—, me preguntó enfadada.

— No , le contesté.

— Bueno, apúrate, no tenemos toda la noche.

Retoma su paso apresurado y yo la sigo. En Nueva York, dependiendo de en qué dirección camines, siete cuadras pueden ser una distancia muy corta o una muy larga. A nosotras nos tocó la larga. Empezamos en la Quinta Avenida y terminamos a orillas del Río Hudson. Hacía muchísimo frío, me dolían los pies de caminar con tacos y ya comenzaba a perder la paciencia. 

— ¿Qué hacemos aquí?—, pregunté inquisitivamente. — Nadie viene a esta zona por la noche. Es peligroso.

— Tranquila, ya estamos—, respondió al pararse en seco frente a un portal.  

Caminamos por un pasillo largo y oscuro. El piso estaba mojado y sentí como mis zapatos de tacón se inundaban.

Ya no veía a la mujer del vestido de seda. De hecho, no veía nada. Pero seguí caminando hasta que vi algo. Un patio interno con un árbol de tal inmensidad que no dejaba espacio para nada más. La poca luz que llegaba al suelo era fría: era luz de luna. Siempre me pareció interesante que en las ciudades la luz es cálida. De vez en cuando, una luz fría nos golpea y, por alguna razón, no nos sentimos cómodos con la luz fría artificial. La luz de luna es fría y, sin embargo, nos envuelve como los abrazos de nuestra madre.

Empezó a soplar una brisa suave y envolvente que despertó un efecto dominó de realizaciones. El árbol no había perdido sus hojas, estaban vivas y coleantes, transportando el sonido del viento a pesar del recién arribado invierno. Y en ese lugar hacía calor. El pasto empezó a bailar debajo de mis pies, envolviéndolos. Al dar el siguiente paso mis zapatos quedaron atrás. Una rama se acercó, envolvió mi tapado de piel y me lo quitó. Continué caminando hacia el árbol con la anticipación de quien va al encuentro de la persona que ama. Apoyé mis manos en su tronco, sintiendo su latir, hasta que no pude hacer otra cosa que abrazarlo.

Me acosté en el pasto a su lado y vislumbré el cielo estrellado entre sus hojas. En una de sus ramas, un pájaro de plumas de oro se sacudía para levantar un vuelo majestuoso. Un manto de flores comenzó a brotar a mi alrededor y cubrirme, dándome cobijo de la brisa estival que escapaba los confines del tiempo y el espacio. Ya no estaba donde siempre había querido estar. Estaba donde quería estar hoy.

Ilustración: M Perry

Leave a comment